Mucho de Apocalipsis dulce hay en este poemario de Antonio Cillóniz. A fines de este siglo de terribles condenas, el poeta nos deja constancia de que las sentencias y las persecuciones se extienden hasta las flores. El título está inspirado en un pasaje de Marx, cuya frase final, «la mano hacia la flor», es el epígrafe que abre el libro. En el pasaje se nos decía que la crítica –el arma de la crítica en la concepción marxiana– ha quitado de las cadenas las falsas flores no para hacernos más onerosa la carga de aquéllas, sino para que nos las sacudamos y podamos tender «la mano hacia la flor».
Gran hallazgo esta expresión-gesto que la sensibilidad de Cillóniz destaca como emblema en que queda condensada toda la dimensión liberadora del pensamiento de Marx, emblema-mensaje que, a su vez, «adorna» y anima –en el sentido de dar alma– a este poemario. En unas fechas en que se avecinaba el fulminante descalabro final de los marxismos dogmáticos y totalitarios, es un poeta el que viene a rendir homenaje al «otro» Marx, el que supeditaba todo su pensamiento-acción socio-económico-político a un ideal ético-estético orientado al día en que, como correlato de la liberación humana, cualquier hombre o mujer pudiera pintar un cuadro o escribir un poema o tender la mano hacia la flor.
Este último gesto impulsa al poemario de Cillóniz, aunque enmarcado entre el «vértigo» de su primer poema y la «sombra del ocaso» del que cierra el libro. Recordemos que se trata ya de una poesía de este fin de siglo y de milenio, con todas sus resonancias apocalípticas provenientes de nuestro contexto histórico-mundial. Aunque la denuncia del poeta se haga en un tono leve («Solo mi voz/ era leve»), no por eso deja de ser terrible ese escenario del drama histórico-social, y ecológico, al que nos asoma la voz –o mejor, las voces– de la escritura del poemario.
El decir leve, entre líneas, actúa en su poesía de caja de resonancia(s). En esta época de la crisis del sujeto y de los desdoblamientos de la identidad, el monolítico «yo» poético de la modernidad y su decir unitario ha explotado en una constelación de fragmentos discontinuos de gran riqueza y sugerencia expresivas y comunicativas. En este poemario, las voces de los «yoes» del poeta salen a nuestro encuentro desde las márgenes o los intersticios de sus poemas: entre el «vértigo de las flores», en los pliegues de la «copla escondida» o al pasar la página en la línea de un poema, o desde la orilla opuesta en «la margen izquierda de un río», una ciudad o un poema.
De las márgenes surge también este poeta peruano trasterrado en España, quien no encaja dentro de los esquemas generacionales del Perú ni en los de la Península; esquemas que, por otra parte y más que nada, lo que hacen es limitar y empobrecer a la poesía y más a la poesía de nuestra época o cultura posmoderna, no sujeta a las limitaciones de una estética, un estilo, o unos delineamientos generacionales dados. A tono con esta situación, la marginación o ex-centricidad de Antonio Cillóniz es (hoy en día, en que los centros se hunden o son desbancados por los márgenes) una posición privilegiada. Desde su condición de poeta americano y español, esa revisitación irónica del pasado, propia del arte posmoderno, tiene en Cillóniz una gran amplitud temporal y espacial. En las apretadas líneas de sus poemas nos da una heterogeneidad y riqueza cronotópica (para usar la expresión bajtiniana), poco común, hasta en una época artística como la nuestra que favorece las heterotopías.
Acogiéndose a la enseña de la amalgación y no de la ruptura –la cual hizo sus estragos con la poesía vanguardista–, su escritura poética abarca tiempos históricos y espacios contrapuestos y conjuga tradiciones y estilos poéticos distintos. Las pluralidades y el eclecticismo propios del arte posmoderno florecen en su poemario contra el fondo de la tierra baldía de nuestro momento histórico, punteado en su libro con alguna y otra flor que brota del erial urbano o agrario: del «Pasto de las llamas», para usar el título de la segunda sección del díptico-asimétrico que da configuración a este poemario.
Gran goce en la lectura de este poemario nos lo proporciona el acompañar al poeta a través de épocas y obras poéticas –en esa ya destacada revisitación irónica del pasado– e ir degustando los distintos tonos y temples poéticos, depurados por nuestro guía del abrumador peso del pasado. Se da aquí, en sus breves, pero –con frecuencia– fulgurantes evocaciones de poetas y poemas de épocas idas, esa presentización del pasado que, en el arte y la literatura de este fin de siglo, ensanchan y enriquecen nuestro amenazado presente.
Con Berceo, volvemos a beber el vaso de «bon vino» de la tradición juglaresca o, juguetonamente y en otro registro, la grave solemnidad de las «Coplas» de Jorge Manrique se tronca en «contento de pobres gentes»; o el río de Machado se torna «curva de guadaña», o trasplanta el hijo o el deseo de apresar la vida de Miguel Hernández a las líneas de sus versos, o del «otro», pues, como Borges, pero dando un paso más, el poeta diluye las fronteras entre «Cillóniz y yo» y nosotros, escribiendo con el aliento de su (nuestro) Vallejo: «escribo:/ el hierro es más rígido que el hueso./ Más resistente y rápido es el émbolo/ que el brazo».
Claro que de los entresijos de citas, intertextualidades irónicas o paródicas, de la revisitación que hace el poeta al pasado de la poesía y de la historia (remontándose desde los tiempos de la Antigüedad griega y romana, a los de «La destrucción de las Indias», hasta la contemporaneidad de la ciudad posmoderna a lo Bladerunner) se desgaja toda una original sensibilidad poética y una visión del mundo propias de él, con un marcado signo de responsabilidad ética y social. Esto también le da un sello propio, distinguiéndole del tono light de una cierta tendencia de la poesía novísima o posnovísima española actual.
Como crítico de las márgenes, no me adentro en la exégesis de esta visión, me detengo al borde de su «vértigo». De vuelta de mi sumergimiento en esta cueva de Montesinos de las superficies textuales, donde, en el arte de hoy, nos asaltan las maravillas y espantos de nuestro tiempo, te convoco –lector– a que tiendas tu mano y tu espíritu hacia esta flor poética de Antonio Cillóniz.