Antonio Cilloniz de la Guerra

Vicente Cervera Salinas

La nueva Atlántida

La constancia es una gran virtud. La persistencia en un ámbito tan esquivo para el creador, como es la poesía, la verdadera poesía, no adorna a cuantos se acercan a beber en la "sagrada fuente" de sus aguas. No a todos los poetas les está concedido el don de perseverar en el tiempo, con una actitud honesta, firme y progresivamente madura, para mantener el comercio verbal de palabras, ideas, imágenes, ritmos y medidas que permiten recrear esos "signos en rotación" que hacen del verso algo más que una sucesión arbitraria de vocablos o rimas.
Este es el caso de nuestro poeta, el escritor hispano-peruano Antonio Cillóniz, que desde su juventud fijaría residencia en España, para desarrollar su profesión docente y perpetuar su vocación hacia la lírica. Con apenas veintitrés años publicó su primer poemario, Verso vulgar (1967), que no sólo supone el inicio en su andadura, sino también la promulgación de una estética a la que será fiel a lo largo de las décadas. Una estética en que el poema se proyecta en una "historia natural", donde queda incorporado al devenir de la realidad externa, nunca ajena, en que habita el sentir del poeta:

Tardé en escribir
                          estos poquísimos versos
el tiempo que emplearan
                                       los obreros
en construír la plaza
                                que hay ante mi casa. (Cillóniz, 2012: 5.)

El tiempo y Cillóniz: pareja de hecho, convivencia infatigable, donde el poeta se refiere a sus tránsitos y mutaciones con atención, sorpresa, pasmo y deseo de constatar sus efectos, de darles forma en su creación, de indagar en su misterio, en su rareza, en su fatalidad insondable. Un tiempo de proteica consistencia: el tiempo de su vida, el tiempo de su escritura, el tiempo metafísico en que transcurren los hechos (y se modifican), el tiempo de la Historia, los tiempos de la historia: las heredades del tiempo. Los "Tiempos difíciles" que, ante la mirada abarcadora del poeta, quedan aunados más allá de siglos, dinastías, geografías y latitudes, por una estabilidad común, más allá de su rareza y distinción: la resistencia del hombre ante sus embates y embestidas. Así, unido a los cantos precolombinos que Netzhaulcóyotl de Texcoco compusiese para manifestar la fugacidad temporal de los humanos, Antonio Cillóniz establece su diálogo de versos y presencias, brindando por esos "Años mejores" que, más que intuirse, se desean:

No solo he venido a cortar flores de la tierra,
he venido a dejar aquí mi canto
y luego tendré que abandonar los juegos
de los cantos y las flores
que seguirán aquí en la tierra. (Cillóniz, 2012: 45.)

En este contexto de contrapuntos entre la poesía y la historia, el espectáculo de la humanidad en su implacable sucesión y la voz del poeta que registra su pasaje, no cabe sino celebrar que el sujeto biográfico que sustenta esta visión del mundo, Antonio Cillóniz de la Guerra, haya querido recopilar su Obra poética publicada hasta la fecha, en un volumen tan extenso como intenso, tan dilatado como pulcro y pormenorizado, tan lírico como cabal: Heredades del tiempo, que LibrosEnRed edita para solaz de los buenos lectores de poesía. Y para el futuro del género, donde sin duda hallará nuestro poeta su lugar de reconocimiento.
Aquí, en la compilación Heredades del tiempo nos insta Antonio Cillóniz a asomarnos no sólo a sus versos, también al espectáculo de nuestra sociedad, siempre con un ojo atento y solícito al pretérito "imperfecto" en que nuestros congéneres han ido escribiendo el gran libro de los hechos y de la proteica realidad. En su poema "Desde el destierro" (incluido en Un modo de mostrar el mundo, 2000), plantea líricamente nuestro vate:

Viendo pasar el tiempo estamos
sólo viendo pasar el tiempo;
y escuchando pasar el tiempo, miserablemente
en busca de alguna raíz seguimos arrastrándonos. (Cillóniz, 2012: 339.)

Un espectáculo al que, querámoslo o no, nos vemos abocados en cuanto existentes, pero al que no siempre prestamos la atención, el coraje y la valentía de responder con una actitud no meramente pasiva y resignada, sino incómoda por honrada y hondamente moral. Ahí, a ese lugar, a ese punto fatigoso y punzante nos insta Antonio Cillóniz a situar nuestra frágil perspectiva, tan fácilmente deslizable para otros literatos –menos exigentes con su responsabilidad como "animal político"– hacia regiones más inocuas e indiferentes, menos responsables y directas:

Si el conocimiento de la bondad
no hace de ti un ser bondadoso,
el conocimiento de la maldad
no evita que obres mal;
distinguir entre el Bien y el Mal
no modifica tu conducta:
Cumplir la condena no restituye la inocencia;
sufrir la pena no significa justicia,
sino resignación. (Cillóniz, 2012: 395.)

Las "Tribulaciones de los justos" hallan eco en su poesía junto a la de los menesterosos, y el dolorido sentir desnuda tanto sus estremecimientos cuanto los sinsabores de una humanidad inerme y rota. Hay espectáculos, empero, donde el ser recrea su más íntima condición de fulgurar en pensamientos y sensaciones. Así sucede en la "Contemplación de la Naturaleza", de corte clásico y de entramado poético a pesar de su encarnadura en prosa, donde la adversativa "pero" nos libera por momentos del desánimo universal:

Pero hay cuerpos que por sí mismos lucen en medio de la oscuridad; de ellos sólo alcanzamos a ver, y por tanto a conocer, su luz, pero no su ser; gracias a ellos también reconocemos el mundo que nos alumbran. (Cillóniz, 2012: 442.)

Y así, la "claridad" para Antonio Cillóniz no puede proceder sólo del cielo, como quería Claudio Rodríguez en célebre composición, sino que, rilkeanamente, se desprende del mundo físico y material también, y, como el poeta anota, "nos llega de las cosas con capacidad de resplandecer y está en nosotros en el instante mismo de la percepción; una parte de la naturaleza, brillando a través del aire, nos deslumbra y el paisaje todo en rededor nuestro se ilumina". Instante revelador, epifánico, en que "una parte de la humanidad, la que más intensamente arde, se enciende y entonces su fulgor, por medio de palabras incandescentes, hasta nosotros entra y nos quema en la conciencia." (Cillóniz, 2012: 442.)
Degradación y epifanía; desmoronamiento y remonte; del zenit al nadir y del nadir nuevamente hacia el zenit, así construye Antonio Cillóniz una obra densa, nutrida, exigente, dolorida y espléndida a la par, jugosa y reseca al mismo tiempo, comprometida con algo más que un suceso, un acontecimiento o un carnet: con el tiempo y sus herederos, sus calamitosos herederos. A lo largo de siete compactos poemarios, Antonio Cillóniz no se agota, no se rinde, no quiere renunciar a lo más íntimo y sagrado de su vida: la palabra poética en el tiempo. Ya los títulos de sus obras son el resumen de su aportación. Citemos los que aún quedaron en nuestro tintero: Después de caminar cierto tiempo hacia el Este (1971); Los dominios (1975); Una noche en el caballo de Troya (1987); La constancia del tiempo (1990) o Según la sombra de los sueños (2003). Un recorrido audaz sin duda, henchido de coraje y de una fuerza que sólo el soplo heroico restituye al peregrino cuando las fuerzas parecen haberlo abandonado.
Pocos han sido hasta el momento, sin embargo, los homenajes, premios o reconocimientos oficiales y públicos que ha merecido nuestro eximio poeta. ¿Por qué? Hay razones del corazón, decía el gran Pascal, que la razón no entiende. Yo añadiría: Hay sinrazones del tiempo a las que el corazón –y la razón– renuncian. He tenido, como docente en la materia de poesía hispanoamericana, ocasión de comprobar cómo a lo largo de las últimas décadas se han sucedido Antologías de poesía peruana, española o hispanoamericana, donde en el catálogo extenso y voraz de sus nominados, se omitía siempre, brillando al fin por su ausencia, el nombre de Antonio Cillóniz. Siendo Cillóniz poeta de la materia, del tiempo y sus desgastes, de la ironía romántica y amarga que nos persigue como sombra insondable, y de la razón poética que ha dominado buena parte de la lírica más valiosa de la segunda mitad del siglo XX y del comienzo del nuevo milenio, resulta todavía más enigmático el descarte. Con José Emilio Pacheco y Juan Gelman comparte ese "modo de mirar el mundo" desencantado y tierno, pero universal a la vez.
Es hora de restituir a nuestro poeta al lugar que le corresponde. Este volumen, Heredades del tiempo, consagra por su contenido a su autor y a quien lo edita. Quisiera invitar a los más devotos y exigentes lectores de poesía a enfrentarse a estas necesarias herencias verbales, donde sin duda hallarán materia para el canto, para el lamento y para la contemplación abierta, ancha y libre del fenómeno humano en su tránsito, en su perpetua movilidad.
Y en ella, una visión apocalíptica de nuestro futuro, la conversión del planeta envilecido por la mano humana en una nueva Atlántida, en que las naciones perecerán y sus magnas obras serán sustituidas por ceniza o lava, por arena o alquitrán. Y sin embargo, un nuevo mundo habrá de resurgir. Un mundo de necesaria renovación, que desde el sentir poético se adivina desplegándose con toda su belleza, con todo su potencial paradisíaco y creacionista, como si ante un nuevo Adán-Altazor pudiese manifestarse para que el alma del cantor no pereciera. Pero en ese mundo recreado, en que Antonio Cillóniz cifra la segunda parte de este magnífico –realmente antológico– poema (titulado "Hacia los brotes nuevos"), las Geórgicas y las Bucólicas de la antigüedad no tendrán un continuador en su existencia, porque la mano, la vista y el temblor del ser humano habrán sido para siempre erradicados de su poderosa faz. Una hermosura autosuficiente, la "finalidad sin fin" de la belleza natural, sin voz que la alabe y eternice, pero también sin la mano que la agote en una devastación casi infinita. El poeta ha dictado su sentencia con su doble y noble faz:

1.
La Gran Muralla ya desmoronada,
la Tour Eiffel vendida,
la Estatua de la Libertad
sumergida en la gran bahía,
Machu Picchu precipitado al río
ya sin ningún reflejo suyo
y los restos del Partenón barridos doblemente
del Museo Británico
y de la Acrópolis de Atenas.
Toda la civilización en nueva Atlántida
–la lluvia, el viento habrán deshecho
cualquier vestigio de que aquí estuvimos–
devuelta al fango de la tierra,
convertida en escoria de la lava,
yaciendo ahora
bajo la sombra de otras cosas.

2.
Las montañas serán cubiertas
por una gruesa capa
de hielo transparente y nieve pura.
Los torrentes cayendo
formarán grandes bosques donde anidarán las aves
y extensísimas praderas en donde pacerán las bestias.
Correrán otra vez los ríos en sus aguas
transparentes con numerosos peces
y entre riberas verdes
arribarán a un mar sin restos de naufragios
ni ruidos de hélices
frente a unas playas amplias
de arenas limpias.
Y azules otra vez serán los cielos
brillando con un sol más claro
y la luna estará entre más estrellas por la noche.
Todo esto ocurrirá
–oh Teócrito, oh Garcilaso–
cuando no quede nadie
que lea ya bucólicas ni que églogas escriba. (Cillóniz, 2012: 682-683.)

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