Leemos los 25 años de poesía, La constancia del tiempo, de Antonio Cillóniz. Queremos hacerlo, dada la rayuela que es toda recopilación, del final al inicio (de Como espadas de Damocles a Verso vulgar). Esta manera es un atajo privilegiado para indagar en lo permanente; entonces, en el caso de la obra de este poeta peruano radicado en España desde ya hace varios años, es relativamente fácil percatarnos de que la piedra es –en términos de Ezra Pound– la fanopoeia determinante: símil, metáfora, símbolo, e incluso icono (el libro mismo como una piedra arrojadiza, como una piedra que da buen caldo, como una piedra contra la erosión del tiempo). En fin, poeta de la piedra, poeta de la tierra, la fanopoeia de Cillóniz no es sólo un emblema, algo hierático; más bien, aquella cualidad plástica de su poesía implica un dinamismo, diseña un proceso que quisiéramos aquí sintetizar.
El agudo y tan actual Gaston Bachelard nos ofrece algunas pautas para describir dicho dinamismo. Para él, un poeta es de la tierra, del agua, del cielo o del fuego, según cuál sea la niña de sus ojos; es decir, cada uno de estos elementos funciona en realidad como un marco desde donde y a través del cual interpretamos el mundo: cada uno de aquellos elementos es así un amuleto esencial, un diente de ajo, una patita de conejo. De esta manera creemos que la poesía de Antonio Cillóniz se condensa en los versos siguientes: "Estás parado en una piedra/ para seguir buscándome./ Y hallándote/ en la porción más húmeda de tierra/ –que nos espera a todos–,/ en ella yo te aguardo". (Panteón, [602] "Animismo".)
La piedra es como un corazón, sístole y diástole. A un golpe están la realidad y el otro (el Tú tan sistemáticamente apelado en esta poesía), y el Yo poético extendido o disperso sobre el mundo; en la diástole, en cambio, todo se concentra, integra y asegura antes de la sístole siguiente. Día y noche juntos, entonces; lo exterior y lo interior conjugados en la intimidad de la piedra, que se hace público.
Espacio, lo oscuro de dicha intimidad, donde somos convocados por esta poesía para ensayar con el poeta un nuevo conocimiento, una nueva forma, más sutil y más humana, de relación con el mundo: "Cuando el matemático se siente tan irracionalmente impotente/ de calcular la razón de innumerables desaciertos,/ cuando el filósofo se ve obligado/ a certificar sus dudas,/ nosotros/ tenemos que ir intuyendo umbrales/ por las sombras". (Como espadas de Damocles, [498] "Nueva expedición".)
Por lo tanto, lo oscuro de la piedra como un espacio de crítica, de lucidez: "Aunque siempre he procurado/ ponerme a la altura/ de las circunstancias,/ juro que jamás/ monté en helicópteros/ ni abrí paracaídas, sin alas/ y sin hélices, caí una noche/ en una ciudad/ cúbica y abstracta,/ hasta alcantarillas/ que a la luz de la luna se reflejaban en la luna/ de atrás de los taxis./ Y pude ver el brillo de las estrellas/ en las placas de los policías/ que perseguían mis otras sombras". (Contra la condena de las flores, [258] "Pájaros de colores".)
En fin, lo oscuro en contrapunto con toda esta misteriosa animación de lo cotidiano, como telón de fondo de la belleza.
De esta manera, se podría establecer un productivo paralelo con La mano desasida o La piedra absoluta, poemarios de Martín Adán. Aunque más conceptista aquél que fuera una leyenda viva en Lima y que muriera el año 1985, en ambos poetas la piedra es un imán irresistible, signo y cifra de nuestra condición terrenal, y también promesa de trascendencia. La fanopoeia de la piedra es tan poderosa a lo largo de La constancia del tiempo (piénsese nomás en el proverbio peul que lo abre y que figura asimismo al inicio de , primer libro de este compendio: "El hombre paciente sigue cociendo una piedra hasta que bebe su caldo") que de alguna manera tiene más densidad que el tiempo, podríamos decir que el tiempo mismo entra o sale de la piedra, según aquel movimiento cordial arriba señalado.
Es precisamente esta riqueza de las connotaciones fecundativas de la piedra la que vincula en última instancia a esta poesía con el génesis. La visión del mundo de la obra de Antonio Cillóniz, a pesar de su reiterada mención o alusión a la muerte, no es apocalíptica; lo son sí sus críticos europeos que, con su más y con su menos, han ido afirmando aquello. La piedra no es sólo indicio del derrumbe social o de lo inanimado en la naturaleza, también vive y habla a los oídos de muchos peruanos; está en el cauce de los ríos profundos; funge de protectora matriz. Así más bien es esta poesía.