Nunca hallarán mis labios, de Antonio Cillóniz, no es un libro de poemas de lectura difícil. No hay en él una intencionalidad obsesiva de sorpresa verbal, salvo algunos juegos de palabras, o de exóticos contenidos; pero sí nos embarca, apenas sin darnos cuenta, en un doble viaje, y, por tanto, en una doble aventura: la de recorrer a la vez los códigos literarios que le han servido al poeta de referente, Garcilaso, Quevedo, Bécquer, Rubén Darío, A. Machado, Juan Ramón, Vallejo, Huidobro, Lorca, Pavese, todos ellos a través de una lectura personal; y la de transitar por los reductos de su memoria, falansterios de su propia experiencia, que él nos muestra con naturalidad, sin luces de neón ni afeites elitistas, hasta con cierta impudicia en algunas ocasiones, a la que la ironía salva de caer en el tópico: «La eternidad del alma/ se oculta en el seno de las ninfas/ y baña en sudor/ la frente del hombre/ que la bebe./ Su eternidad entonces yace/ en lomos vírgenes/ de libros/ o en blancas/ nalgas de doncellas». «Mi corazón/ es lecho ardiente/ de arenas movedizas,/ por donde mis amores andan/ a cuatro patas atrapados/ como los deseos que quiero/ que se entierren vivos/ cuando están ya muertos».
Pienso que la ironía es uno de los logros más trascendentales de estos poemas, ironía que se carga de conocimiento en la utilización directa de los poetas del pasado, y aun de los actuales, y nos remite a un código personal de reflexiones e inversiones conceptuales, teñidas de simbolismo, y que obligan al lector a modificar sus criterios iniciales, introduciéndole en un mundo de correspondencias, muy del autor, que desmiente la aparente simplicidad de los significantes: «Oh Claudio,/ no sé/ qué/ es/ más insufrible./ Que recites tú/ mis versos/ o que yo/ lea los tuyos».
Aparente desdén por la forma, sólo aparente, ironía, y además un fuerte y peculiar simbolismo, cultural unas veces, semántico otras, que juega con las palabras: «ex-tinta», «sobre-saltos», «ar¬caica arcadia», y que nos implica en una poesía de esencias. Esta faceta esencialista se pone claramente de manifiesto en los epígrafes de las distintas partes de la obra: «La sonrisa arcaica», «Rictus», que a su vez se subdividen en áreas temáticas definidas: «Menesteres del juglar», «Paseo por las delicias», etc., que patentizan en el autor una voluntad de sumergirnos en sus propias aguas vivenciales. Los epígrafes son una trama que va marcando la trayectoria existencial del autor y sus fijaciones: el sexo, la familia, el compromiso con el hombre, huyendo de lo panfletario. Existencialismo de regusto vallejiano, como un homenaje al cantor de Poemas humanos. Existencialismo distante, de ironía saludable y acre. Esta suma de títulos, altamente sugestivos, conforman el mapamundi privado del poeta, que recala en cada una de estas islas para darnos el paisaje de sus casi cincuenta años, donde nada le es ajeno y donde la sombra de la muerte planea también sobre los árboles como ineludible contrapunto del ser: «Cuando me paro a contemplar mi estado/ –las redes, los engaños/ que han urdido para dejar caer/ atrás mis años–/ no hallo medio de merecer la vida,/ oculta/ de la muerte,/ eterna/ mente». «Tengo ya bastante/ con 50 años de mi vida/ entre vuelcos terrenos,/ como para andar aún solo/ ansiando una eternidad/ de vuelos celestiales».
Pero este viaje nos ofrece algo más: una arquitectura en la que se eslabonan, hasta cerrarse en círculo, la vida y la muerte, sin esperanza de más allá, salvo la propia poesía, que a ratos se transforma en metapoesía ocupándose del oficio de escritor, de sus contradicciones y desgarros, en «rictus» distanciadores que la «sonrisa arcaica» se encarga de resaltar: «Después de tantos/ malos ratos/ nadie lloró mi ruina./ Otro vendrá/ que alzando mis huesos/ enmudecido me halle/ bueno/ y de entre las cenizas frías/ luego/ de la muerte me rescate/ tarde».
Una cita de César Vallejo, «...y entonces tocarás cómo tu sombra es esta mía desvestida...», es una buena carta de navegar para este periplo por los poemas de Nunca hallarán mis labios, carta de marear que actúa como declaración de principios, un tanto críptica, pero de más trascendencia de lo que en principio se nos muestra. Con ella apela a la literatura como el reducto de las ficciones, sombra que arropa a nuestro poeta y alcanza su ápice en la poesía, ficción que a la vez es un reto, tanto para Cillóniz, que quiere liberarse con ella de la ficción de la vida, como para el lector, que esperando confesiones íntimas se encuentra con la presencia de la realidad. Esta y la tradición estética son a su vez pretextos para que el autor juegue con ellas mostrando su inteligencia, dándoles la vuelta, como en la serie de poemas de «Vaivén del tiempo»: «Desde su red ansiosa/ hasta tu fuente amarga/ mi río torna».
Y dentro de este juego de ironías, inversiones y connivencias, no debemos olvidar los cambios de tono, y, por lo tanto, de métrica, en función de la tela de Penélope en la que el autor quiere implicarnos, tejiendo y destejiendo sus poemas: dos actitudes, la de esa realidad, que él nos muestra como ficción que se sobrepone en última instancia a la realidad misma. Cillóniz juega con nuestro posible ingenuismo o descuido, hasta tal punto que, cuando creemos haber entrado en las claves de la obra, nos olvidamos de que quizá la primera de ellas y motor de todas es el desconcierto. Esta posibilidad le lleva a aludir veladamente a otros poetas (así «Homenaje», «Principios de estética»: «Mi verso se mueve/ y crece/ entre rodrigones./ Por una poesía/ ni gloriosa y fuerte,/ ni feliz/ ni grande»), como a parafrasear textos de A. Machado, Huidobro, Rubén Darío y el propio Vallejo, modificando, con hábiles piruetas, el contenido y los presupuestos de los poemas en los que se apoya, por ejemplo en «Proverbio y cantar» o «Si muero»: («Si muero/ déjenme/ abierto el pecho,/ donde albergué tantos desengaños./ Y quizás haya/ un rumor de pasos/ bajo las sombras./ Si muero/ dejen que salgan/ los sueños/ por que abrigué algo más que esperanzas»).
Esta toma de conciencia poética tiene su correspondencia en el lenguaje, en el que los contenidos priman sobre la «fermosa cobertura», muchas veces excesivamente a la contra, en una disciplina que patentiza un deseo de cotidianeidad y prosaísmo buscado, como si el poeta insistiera en que no perdamos el norte. A pesar de ello esta preferencia por los significados no le impide alguna vez traicionarse con un regusto por la aliteración y los juegos de palabras: («...mi seso/ devanándose el sexo/ en pleno éxtasis»), con invocaciones a la musa, de un nuevo romanticismo, por fortuna en ebullición, o con ciertos clichés modernistas, entre la reverencia y el sarcasmo, sin renunciar por ello a un lenguaje ya asumido: «acero», «átomos», «electrones», «catástrofe nuclear», etc. En una palabra, libertad de expresión entre el fragor de las modas, sencillez expresiva sin concesiones a las aves de «engañoso plumaje», insistencia de los contenidos, y múltiples saltos lúdicos que no le impiden al autor sonreírse de su propia trayectoria: «Porque el sol arde/ más que ninguno/ quisiera resistir./ Pero sé que no puedo./ Al menos/ viviré lo necesario/ para ver mi propio entierro./ (Aunque sea por dentro)».
Dicen muchos críticos que toda la poesía oscila entre el «compromiso» y la «torre de marfil». Quizá sea cierto. No obstante, queda una tercera vía, que aun siendo ecléctica y sacrificando convicciones y formas, intente dar la medida –sin pretensiones hacia lo absoluto–, de una conciencia individual y social a la vez. Yo situaría Nunca hallarán mis labios en este envite: Buscar la comunicación, dejando caer al azar la vivencia poética: «No busquen en mi canto/ el resplandor dorado/ del sol,/ ni el fulgor/ del oro en cada verso./ Solo encontrarán/ acero/ que al rojo vivo dura/ lo que la luz de un día», poema que sirve de pórtico al libro y es a la vez hilo conductor que se cierra al final con «Resonancias»: «No busquen en el sol/ un viejo resplandor ensombrecido/ por versos tan ardientes./ Porque en mi canto brilla el oro/ solo más claro por su propia ausencia:/ será la turbia reflexión de todo/ un haz que en el azogue de la noche/ ve una extinción más lenta que el ocaso/ reverberado de su verbo./ (¡No busquen solo/ el breve resplandor de todo!)», con versos que contienen un eco que entronca con el mejor Quevedo. Y todo ello sin renunciar al entorno, al pasado y a las costumbres ancestrales y su problemática, que nos vuelve, a pesar de nosotros mismos, secuaces de una historia e hijos de otra: «Mi abuela tejió/ para las larvas del sueño/ canciones de cuna/ y mosquiteros./ Pero/ las polillas del tiempo/ dieron paso/ a los zancudos/ que/ me hicieron salir zumbando./ Ay patas de toda la vida,/ patitas para qué os quiero».
Todo viaje tiene un norte y cualquier tránsito por la poesía es bucear en la «otra forma de conocimiento», un ejercicio, que el poeta, lector de sí mismo, emprende antes, luchando contra la palabra y el sentimiento –tan escurridizos ellos–. También contra las convicciones de siempre. Nunca hallarán mis labios evidencia, sin pretender sólo eso, una lucha contra los recursos y experiencias encontradas, y otros nuevos recursos y experiencias que el poeta se esfuerza por canalizar, vivencias que pugnan por buscar un cauce, unas veces con plenitud: «De profundis», «Madrigal», y otras con el prurito del desasosiego poético, virus con el que Antonio Cillóniz viajará hacia fiebres aún más altas, cabalgando en el interior de su «caballo de Troya».