Antonio Cilloniz de la Guerra

Carmen Ruiz Barrionuevo

"Panteón" de Antonio Cillóniz

En La constancia del tiempo aparecido en 1990 y que contiene la obra poética de Antonio Cillóniz desde 1965, Alejandro Romualdo ponía de relieve el carácter marginal de su poesía en el más noble de los aspectos: la trayectoria de una obra realizada con personal coherencia y con un estilo que no accede a uniformidades generacionales. Esos mismos rasgos pueden percibirse hasta el momento del cierre de esta nueva compilación con el libro que comentamos. Panteón es la clausura provisional de un estilo y de una actitud lograda con lo esencialmente poético. Porque toda poesía, en su facultad de lírica, nos reconcilia con nosotros mismos y nos devuelve la posibilidad de comunicación. Y ese acercamiento a lo que se sabe que no es fácilmente comunicable ha sido desde siempre la misión del poeta: Decir o nombrar la realidad a través del instrumento de la palabra y volverlo susceptible de comunicación.
El lenguaje de Cillóniz no se quiebra a concesiones sino que busca la precisión verbal en el poema, y en el verso; no prodiga las imágenes, no derrocha adjetivos que halaguen al lector, sabe que escribir es reducir y usa las mínimas palabras, pero siempre las justas para dar en el blanco exacto de lo que busca toda poesía: la función de remover las conciencias, de intranquilizar a un lector mecanizado en una sociedad como la de nuestros días. Por esta razón todo poema logrado dice algo en relación consigo mismo, con los demás o con el mundo. En igual sentido Panteón –título que hay que entender en toda su dimensión irónica: ilustres hombres enterrados, grandes y caducas cosas sepultadas– prolonga una actitud y una determinada visión del mundo que busca ese mismo revulsivo. Lo que oculta ese Panteón tiene que ser –por supuesto– algo que merecía la pena olvidar, los valores consagrados o los grandes tópicos del vivir que siguen rigiendo a la humanidad; así habrá que entender el epígrafe que a modo de lema inicia el libro: «...se van a quedar todavía a pesar de su muerte». Que esa muerte es tan sólo provisional, que es una caducidad que el poeta comprende, pero que persistirá a su pesar, está indicado incluso por la meditada disposición de este poemario. «Vitalidad ancestral» es el Inicio y en su comienzo debe leerse como una reescritura que compone otra mitología de la creación, la ironía se alía con la parodia para rebajar jocosamente las explicaciones de los comienzas. La Gran Gallina de la Noche y el Gran Gallo Rojo ponen en marcha el mecanismo del universo con sus cotidianos gestos; el sol, la luna, la tierra, los mares, los vientos, van surgiendo en desproporcionado diseño mediante humores desparramados y movimientos cotidianos. Así se inicia la historia de la gran rueda de la fortuna del universo y del hombre: «Ya todo está mezclado y da vueltas./ Lo que ha sido creado continúa creando». Pero tal farsa mitológica –mantenida incluso a través de la simplicidad y de los paralelismos característicos de las cosmogonías–, se quiebra mediante la introducción de un yo poético reflexivo. Esta pauta va a marcar el libro porque es evidente que el poeta, como la poesía, no pretende resolver nada, sino plantear preguntas, inquietar en definitiva, y Panteón precisamente da por sentada la pervivencia irónica de esos poderosos y vacíos valores establecidos. En ello incide el poema que cierra el libro bajo el apartado Terminación donde se remata esa sensación de lo sólidamente circular, pues los «Cánones» son seis constataciones de lo que queda: la incertidumbre ante el mundo, la imposibilidad de la comunicación, la soledad, la frágil dimensión de lo poético, la medida de lo humano, la certeza de que todo es uno, que el presente está entrelazado con el pasado, y que todo termina en el desencanto: «Pero fue bajo los viejos vientos/ que se enterró la simiente./ Y cada viento que pasa/ arranca otra flor». Es decir que al final no podemos por menos que encontrar al mismo ser humano desposeído o limitado por su misma excepcionalidad.
Las cuatro partes del libro –Tótem, Mito, Rito y Tabú– remiten al hombre de todos los tiempos pero muy especialmente a cuanto nos afecta en esta nuestra época. La creencia en el tótem corresponde a los pueblos primitivos, es el animal protector, especie de guardián tutelar del individuo y cuya adscripción religiosa gobernaba los primeros modelos de las organizaciones humanas; agrupaciones en las que los tabúes era símbolos de los prohibido, de lo intocable, de las cosas o actos cuyo contacto podía entrañar algún peligro. El rito alude a ceremonias ancestrales pero también a la costumbre de lo que se produce periódicamente y llega a ser inconsciente, así como el mito es en esas sociedades una manera de acercarse a la realidad humana. Pero tales palabras cobran en nuestra sociedad nuevas dimensiones, estamos protegidos por diosecillos tutelares, tenemos nuestros mitos y realizamos nuestros rituales, y por descontado poseemos nuestros tabúes inconscientes e incomprensibles.
En los poemas de Cillóniz hay una necesidad de decir y definir las cosas, aun con la conciencia de la dificultad que entraña y que tan sólo se alcanza la sugerencia. «Olímpico» declara esas intenciones de vuelta al origen, al orden primitivo, para recrear el nuevo orden en la conciencia de los principios y de los finales («Cada Principio tiene un propio Fin/ del que procedo/ y otro al que tiende./ Todo Comienzo y cualquier Final/ se implican»). Como en toda poesía se marca el objetivo del poema, que no consiste más que en ese intento de la momentánea detención del tiempo. En Panteón cada poema va surgiendo de un título, casi siempre breve, porque sólo finos hilos imaginativos conectan con lo que pretende ser su desarrollo, y si se usan con frecuencia las referencias mitológicas griegas y romanas es porque se pretende incidir en esa validez, todo sigue siendo principio y final. Si el hombre primitivo encontraba animales protectores, el ser humano de nuestro tiempo tan sólo se encuentra a sí mismo reflejado en el espejo, «Azogue», y lo que allí aparece es un ser indefenso, con sus miedos, cambiante, inestable («No soy este que tú ves que te ve»: «Sortilegio»). Por eso bajo el conjuro de los antiguos héroes y las antiguas divinidades («Astrea», «Erinias», «Deucalión», «Hiperión», «Vulcano», «Proserpina») ya no surge la creencia, sino la reflexión tangencial. El mundo desacralizado gravita sobre la soledad del hombre en el transcurrir de un tiempo que ha constituido a su propia sombra en tótem. Abundan los poemas que tienden a perfilar un tono sentencioso en la constatación de lo precario («Oráculo», «Signo cabalístico», «Conjuro», «Icono», «Máquina de imágenes») pero se avizora una posible salida en la dualidad que implica la comunicación («Hechizo», «Tú y yo»), aunque las grandes preguntas quedan en pie como lo sugiere «Cronos»: «Unión y Destrucción/ ilusión de que Uno tiende al Otro/ y de que permanecen juntos, Necesidad y Azar».
La parte segunda Mito introduce de nuevo el tono irónico sobre los mitos de nuestro tiempo. Avisa en «Final»: «Abraza el Espíritu Universal/ pasando rápidamente las páginas de un semanario./ Alcanza el Sentido Poético de la Tradición Literaria/ consultando el diccionario». El hombre es ahora desencantado «Faetón» que ha convertido en mito los adelantos científicos, las comunicaciones instantáneas, el valor, el consumo, el dinero, el amor. De nuevo los títulos vuelven a ser sugerencias muy leves en relación con el desarrollo del poema porque el poeta cuenta siempre con el lector avisado y perceptivo. Muchos de estos títulos vuelven a re¬mitir a la herencia mitológica clásica, pero no se trata de un rescate externo sino de un apresamiento pleno de autenticidad, así «Sileno», «Tántalo» o «Efialte» –según la mitología griega uno de los alóadas que crecía un codo de anchura y una braza de altura cada año– se convierten en irónicas contrafiguras humanas. También son Ritos, en el mismo sentido, las actitudes del hombre automatizado por la máquina, «Aura»; ante la violencia, «Poda»; hasta el punto de convertir en rito el propio caminar, o el uso de la libertad, «Del libre albedrío»; y el rito del amor «Acerca de lo mismo». Claro que vivir implica recordar o aceptar ciertos ritos, véase «Nannacos» o «Leteo»: «Lo que es el tiempo, digo/ día y noche/ escribo, lo mismo/ de toda la vida». Tabú culmina, dentro de la misma línea, con el tono reflexivo acerca de las grandes ideas, las que entrañan una mayúscula, como la Verdad, el Error, la Mentira, el Tiempo. Tal vez sea el poema «Secreto» el que mejor refleje esta actitud: «Todo sea oído en soledad perfecta/ pues nada existe/ antes ni des¬pués de decirlo».
Cumple según mi opinión este libro de Antonio Cillóniz la más importante de las misiones, la de comunicar con los otros, la de reconciliarnos con nuestra propia esencia en el mundo, al revelar qué somos. Y siempre a través de una línea poética que no tuerce su objetivo de desentrañar en lo profundo lo que significa esa frágil fortuna.

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