Los años en que fue gestándose Fardo funerario son años críticos y decisivos en la biografía de Antonio Cillóniz. Es posible rastrear en este libro la huella de esos acontecimientos biográficos, aunque la obra trasciende lo meramente testimonial para constituirse en un tratado sobre el desarraigo, sobre el exilio desgarrante del ser humano respecto al mundo alienante en que habita.
Cuando Cillóniz, entre España y el Perú, escribe Fardo funerario, el panorama poético español está marcado por la aparición de los Nueve novísimos de José María Castellet (Barcelona, Barral, 1970). En el Perú, con valor antológico equivalente, aparecerán presentados por José Miguel Oviedo Estos 13 (Lima, Mosca Azul, 1973). Ambos grupos poéticos, así como las tendencias que representan, deberán ser tenidos en cuenta para valorar la originalidad y el carácter anticipador de la poesía de Antonio Cillóniz, un poeta que, perteneciente a esa generación del 70 (o del 68, como prefieren algunos) ha sido calificado como poeta «insular» y «marginal», portador de una obra personal y coherente, próxima a una realidad de la que da cuenta con minucioso rigor, pero también con alta conciencia del instrumento lingüístico utilizado. Entre Verso vulgar y Fardo funerario puede apreciarse esa esforzada lucha sin concesiones, empeñada tanto en expresar el desquiciado mundo contemporáneo como en definir el papel artístico, críti¬co y muchas veces agrio del poeta en relación con su tiempo y con su tradición cultural.
Su proyecto poético, considerado en su conjunto, implica la consecución de un lenguaje poético versátil y finamente aguzado, dotado para la desgarrada ternura y para la parodia, para el realismo social y para la reflexión metafísica, para el monólogo dramático y para el epigrama ácido. Y consigue un lenguaje poético asombrosamente económico en sus medios expresivos, pero nunca inocente respecto a su propia complejidad retórica y capaz, al mismo tiempo, de sustentar una estrategia crítica y una ideología (en Fardo funerario leeremos «es amarilla mi esperanza/ y rojo/ mi convencimiento»).
Varios críticos han vinculado esa reflexión sobre la lengua poética y el protagonismo del lenguaje con las promociones posteriores a la de 1950. Así, Jorge Rodríguez Padrón, en el prólogo a su Antología de poesía hispanoamericana (Madrid, Espasa-Calpe, 1984) observa que estos poetas enfrentan su instrumento expresivo como un «constante riesgo creador». «El compromiso con el lenguaje –escribe Rodríguez Padrón–, no es una negación del compromiso histórico que estos escritores asumen; pero la historia ha sido, reiteradamente, una máscara, una falacia disimulada por la grandeza y la solemnidad de su lenguaje. Por eso niegan el discurso lógico y coherente, desconfían de él, hacen del lenguaje su vida, una fuerza capaz de alcanzar la liberación colectiva del fantasma de una historia que los enajena o que los expulsa del ámbito con el cual están identificados» (p. 42). En el campo de la poesía peruana, el logro y apropiación de un nuevo lenguaje poético nos remite, indudablemente, a Vallejo (como escribió Arguedas, «en el principio estaba Vallejo»), pero la síntesis entre opuestos tales como poesía surrealista y poesía indigenista (en los años 40) o entre poesía «pura» y poesía «social» (en los años 50) estaba aún por producirse. Antonio Cornejo Polar, en un texto que acompaña a la Muestra de poesía hispanoamericana del siglo xx (Caracas, Ayacucho, 1985), recopilada por José Antonio Escalona-Escalona, ofrece un nítido esquema de estas dualidades que empiezan a resolverse en la obra de algunos poetas de la década de 1950, pero que encuentran la síntesis, mediante nuevas soluciones estéticas, en los 60: «...la verdadera superación de ese conflicto es obra de poetas más jóvenes, que empiezan a publicar diez años más tarde, entroncados con otra tradición, la que parte de Brecht y la poesía anglosajona posterior a Eliot, y dispuestos a romper con los estereotipos de la lírica para ensanchar el espacio poético con recursos del objetivismo, la narratividad y el coloquialismo» (p. 781). En esta tradición reciente que busca la síntesis entre purismo y compromiso, entre hallazgos vanguardistas y discursos de varia procedencia, antes no aceptados por el canon poético, se inserta con trazos originales y con voz propia la poesía de Cillóniz y, particularmente, Fardo funerario.
Una primera lectura de esta obra nos sitúa ante un universo caótico del que se describen, en diversos tonos y con diversos tipos de discurso, fragmentos correspondientes a tiempos superpuestos. Cillóniz nos propone un viaje accidentado en el tiempo, a través de secuencias dislocadas que no encuentran su armoniosa disposición en el mosaico de la historia, dado que ésta es percibida como proceso enajenante. Los valores que ordenaban el lugar del hombre en el mundo y en la historia están ausentes, o, visto de otro modo, el sector de humanidad aludido en Fardo funerario, ha sido excluido del proceso histórico, o violentamente inserto en su dinámica.
Paradójicamente, frente a esa visión caótica y al anacronismo dominante, el texto se ordena cartesiana y simétricamente en apartados y subapartados dentro de la concepción tripartita de la obra. Cada una de las partes alberga otras dos, continuando una disposición estructural semejante a Después de caminar cierto tiempo hacia el Este. En este sentido, ambas obras guardan estrecha relación, como también se asemejan por el tratamiento de ciertos temas como el del Perú prehispánico, presentado en una novedosa modulación indigenista. La rigurosa ordenación estructural de la obra delimita –al menos aparentemente– tres espacios diferentes, pero aún así, concediéndole esa funcionalidad, no deja de ser llamativo el contraste entre orden formal y caos referencial propuesto por Cillóniz. Parece como si el poeta, armado de la razón y la palabra, se hubiera propuesto el titánico trabajo de domeñar una realidad amorfa y movediza. Tal vez aquí radique una de las claves para comprender el sentido último de Fardo funerario: la presencia, a veces diluida en un oscuro escepticismo, de una voluntad analítica, cuestionadora, que, pese a todo, cree en el valor constructivo y revolucionario de la palabra.
El sujeto enunciante presenta una identidad difusa: la de un navegante o viajero, mítico Ulises post-clásico, que no sólo se ve forzado a recorrer mares y espacios geográficos bien identificables (España-Perú-USA), sino que también salta en tiempos históricos diversos que no se agotan en una linealidad discernible, sino que coexisten y se superponen con linderos difusos (la Conquista de América, el Perú colonial y contemporáneo, el ámbito de las naves espaciales o el apocalipsis nuclear). A través de sus tres partes (Laberinto de Niaps, Urep y Smog) Fardo funerario se nos perfila como una biografía poética construida sobre periplos, infortunios y naufragios. El viajero es a un tiempo hombre originario, esencial, vinculado a un universo mítico, y también hombre histórico, perpetuamente herido por la existencia y exiliado de las raíces de su identidad. Su drama en relación con la historia en que su lógica, la del tiempo causal, se ha convertido en una construcción asentada sobre las arenas movedizas del absurdo, y desde la lúcida percepción de ese absurdo, rebelde y desvalido como un Altazor sin paracaídas, recorrerá el mundo enunciando visiones alucinadas, sufridas y apocalípticas. Pero también es un hombre de letras que busca su lugar y alza su voz rebelde contra un supuesto orden que menoscaba la dignidad humana y la calidad de su existencia; y es el hombre doliente, enfermo, cuyo organismo somatiza el desajuste de su relación con los entornos degradados donde malvive («puse bajo mi techo/ pieles de toro/ que me valiesen/ de alfombra/ y obtuve tazas de loza/ para mis riñones hinchados,/ pocillos para mi duodeno llagado/ o lo que podía ser mi casa/ (llena de gusanos),/ estantes con pomos de mermelada como pulmones/ donde encerrar el vacío de mi voz/ invocando toda la noche/ a San Jacobo/ Rousseau»).
En este contexto de trastocada existencia, cuyo signo relevante es la violencia, el título del libro, Fardo funerario ilumina el sentido de una supervivencia que se asemeja a la muerte y nos hace figurar la imagen casi antropológica del hombre y del mundo como cadáver momificado a la deriva por los tiempos hostiles de la historia.
Por eso no creemos que NIAPS y UREP, dos de los ámbitos espaciales de la obra, sean meros juegos verbales que invierten los términos SPAIN y PERÚ. Por el contrario nos revelan una visión del mundo como pachacuti o cataclismo, donde la inversión de la palabra es reflejo de la inversión de los valores que identificaban al hombre con su medio; y revelan también el descalabro de la brújula existencial del sujeto poético en una realidad que destruye y se autodestruye en ciclos de violencia.
Ante este planteamiento el navegante-náufrago-poeta blande las armas afiladas de su lenguaje poético y de su acervo cultural. Ironía y parodia son motores de un discurso polifónico, donde se concitan la transparencia clásica («Partió de Tisbe, abundante en palomas»), los mensajes publicitarios («usa/ puerto príncipe rico/ oh antigua y argentina/ cuba/ granada malta/ usa») y los versos más sublimes, machadianos, gongorinos, rilkeanos, de nuestra tradición literaria («Feliz la nave/ que arriba y parte/ sin amarras;/ apenas un surco abre su proa:/ herida tan fina/ que no deja su quilla/ cicatrices...»). El poeta vuelca en Fardo funerario toda su ingeniosa capacidad reproductora de discursos. Hallazgos vanguardistas tales como el juego tipográfico o la disposición espacial del verso, se combinan con juegos de palabras («porque soy/ rey, a lo sumo sacerdote,/ de mi propia casa»); o fonetismos lúdicos («restituida a su forma primitiva en Pilos,/ la venerada en Roma y reverenciada en Palos»); o aliteraciones cómicas («Efebos de alas afables y benévolo gesto/ me sonríen»). Junto a una deliberada utilización de lo prosaico, del lenguaje burocrático, administrativo y policial («Talla máxima» o «Del pan nuestro de cada día líbranos hoy»), o el vocerío políglota del imperialismo y de nuestra aldea global cosmopolita. Otros poemas reproducen la retórica de lo cotidiano en el más puro estilo de la estética beat, como es el caso del poema «Caldo en el freezer sobre las verduras y las carnes». En cualquiera de estos casos, la cita, el culturalismo, la adopción de lenguajes de tan variada estirpe, forman un ámbito donde resuena, en versión posmoderna, la distorsionada «música de las esferas».
Pero ahí sigue el hombre originario con su «pulido pedrusco/ de dolor original», bajo un cielo cruzado por naves espaciales y aviones Phantom, pisando una tierra-basurero y respirando un aire químico, tóxico. La idea de la modernidad y de la historia como progreso ha entrado en crisis, y ahora se nos ofrece como fuerza enemiga y aniquiladora. Tal vez lo más dramático sea el planteamiento de un tiempo cíclico que repite sin cesar, en su órbita ciega movida por impulsos de construcción y destrucción, de creación y masacre. Esa mecánica circular da sentido a los anacronismos aludidos en el poema. La vida del hombre, hecha de frágiles materias orgánicas y de anhelos ilusorios, no es nada dentro de ese gigantesco engranaje (poema 10, o «Carbono 14»). El planeta Tierra, incluso, es un mínimo cuerpo celeste, contingente y prescindible, en la silenciosa y provisoria armonía de las constelaciones. Así se nos sugiere en los últimos poemas del libro, «Dilema del astrónomo en Houston» y «Compás del día en la noche».
E1 mensaje ecologista, imbricado en la revisión crítica de la historia desde la perspectiva de la marginalidad, es un eje significativo que da carnadura ideológica a Fardo funerario.
La presencia de este discurso, junto a las técnicas ya aludidas (multilingüismo, intertextualidades y anacronías paródicas, deconstrucción, collage verbal, integración de elementos culturales heterogéneos, culturalismo, etc.) nos hace considerar esta obra como una manifestación de la vertiente más crítica de nuestra posmodernidad. No estamos ante un experimentalismo gratuito y escéptico que escuda bajo un ingenioso eclecticismo intelectualizante y manierista su incapacidad para la crítica. Por el contrario, todos esos elementos que conforman los rasgos de la estética posmoderna, son puestos en juego con un sentido claro de análisis y denuncia. El tono es ético y la intención, al incorporar como alternativa los elementos de la heterogeneidad (indigenismo, ecología, exilio), es política: nada más alejado de las dejaciones ideológicas de la posmodernidad occidental. La presencia de una voz marginal, periférica y vulnerada como la de Fardo funerario, el simple hecho de hacerse oír en el espacio confuso y cataclísmico del texto, evidencia un escepticismo esperanzado, una reserva de rebeldía, algo que en el texto aparece denominado como la tentación de florecer.