Antonio Cilloniz de la Guerra

Antonio Melis

La espada de Damocles de la poesía

Desde sus comienzos, lo que llama la atención del lector en la poesía de Antonio Cillóniz es su acento profundamente ético. Este rasgo peculiar, junto con otros componentes, vuelve problemática su colocación dentro de un cuadro generacional o de un grupo poético. A mitad del camino, desde el punto de vista cronológico, entre los poetas del 60 y los del 70, se aleja en realidad de ambos. La esencialidad expresiva lo lleva de manera irresistible hacia una poesía empapada de pensamiento. Se coloca así dentro de una tendencia más universal de la poesía, la que rechaza toda barrera entre sentimiento y reflexión.
Al mismo tiempo, es evidente la presencia de una raíz ascética en la base de esta elección. Hay una suerte de rechazo explícito de todo abandono a la ola musical, en nombre de un discurso poético áspero, que corresponde a una realidad dramática. Sin embargo, no hay ningún mimetismo ingenuo. Cillóniz no puede ya identificarse con la «poesía comprometida», por lo menos en su acepción tradicional e inmediatista. Su compromiso es a largo plazo, y se identifica con una búsqueda incesante y sufrida de la verdad.
Esta actitud de fondo se mantiene hasta su última producción. La constancia del tiempo se titula la primera recopilación de toda su obra poética. Constancia, en este caso, no implica ninguna forma de inmovilismo. Al contrario, significa una permanencia en la actitud interrogante. Se podría hablar de una poesía dialéctica, si esa palabra no se hubiera desgastado por el abuso y el mal uso.
A veces, el verso de Cillóniz parece acercarse a una forma de antipoesía. Pero de la antipoesía conocida, y tan importante en el Novecientos poético hispanoamericano, lo separa la ausencia de una intención iconoclasta en el terreno del estilo. Ya no se trata de atacar los residuos de un tono solemne y alto, sino que se necesita recuperar las herramientas de un lenguaje gastado por la rutina. De allí este aspecto de reconstrucción de un idioma que presentan muchas veces sus poemas. La lucha con las palabras es una tentativa de comprobar su vigencia y eficacia.
Pero, también en eso, se aleja de otras experiencias, sólo aparentemente análogas. La palabra que el poeta peruano persigue no es la palabra órfica de todo un filón de la poesía de este siglo. Se parece, más bien, al llamado a la inteligencia de Juan Ramón Jiménez, para alcanzar «el nombre exacto de las cosas». Aunque el intento predominante sigue siendo la lectura correcta de una realidad que se encuentra continuamente al borde de lo indescifrable.
En esta poesía se emplea con frecuencia la primera persona. El sujeto poético es el primer blanco y a veces hasta la primera víctima de esa angustiada búsqueda de la verdad. A partir de esta premisa ineludible, se desarrolla la presencia del tú. Cillóniz, como ya se dijo, no quiere un lector que se deje arrastrar pasivamente por el ritmo de los versos. Más bien prefiere establecer con él una relación antagónica, solicitándolo y hasta provocándolo constantemente. Quiere llevarlo consigo en su afán de definición y conocimiento.
Esta última etapa de la poesía de Cillóniz confirma y acentúa los rasgos de su personalidad. Aparece ahora en primer plano un elemento que se había asomado a veces en la producción anterior. Se podía definir como una visión de la vida desde la muerte. Es una perspectiva que, más allá de sus raíces autobiográficas, se vincula con toda una tradición literaria muy antigua. Mijail Bajtin ha investigado de manera insuperable esta línea del «diálogo de los muertos». Desde este extremado relativismo, se emprende un registro riguroso de lo que puede salvarse.
En esta fase reciente, vuelve a presentarse el ejemplo sumo de César Vallejo. La obra de Vallejo constituye, para todo poeta peruano (y no sólo peruano), un reto y un riesgo al mismo tiempo. En la poesía madura de Cillóniz, este punto de referencia adquiere claramente una función de estímulo para un mejor sondeo en sí mismo. Es el Vallejo más rigurosamente geométrico, quien impulsa hacia un discurso poético apremiante, que adquiere a veces casi la estructura de un teorema. Sin embargo, la tensión entre polos opuestos, subrayada por el empleo obsesivo de la antítesis, revela una conciencia desgarrada, sin posibilidad de conciliación.
Asimismo se puede advertir la huella de Bertolt Brecht, un poeta que felizmente no está de moda. También en este caso, se trata de una relación libre y abierta con una experiencia, que actúa en función catalizadora. En un contexto totalmente diferente con respecto al que vivió el poeta alemán, lo ayuda a enfrentarse con una realidad de desencanto, conservando una acerada lucidez. La amargura que recorre estos versos no admite ninguna forma de consuelo. Pero no significa ninguna renuncia a la voluntad de comprender. Lo atestigua la serie impresionante de interrogaciones que acompaña toda esta última estación. El empleo de juegos verbales, en realidad, no tiene ningún tono gratuito, sino que obedece al impulso de profundizar en lo que las palabras dicen y, al mismo tiempo, ocultan.
La espada de Damocles evocada en esta sección de su poesía es, sin lugar a dudas, la metáfora de una realidad cada día más hostil y repugnante. Pero me parece posible leer esta figura también como la representación de la misma instancia poética. A pesar de todo, Cillóniz no puede dejar de ser poeta. Esta es la condena perpetua, pendiente sobre su cabeza. Pero el poeta la contempla con una mirada estoica, fruto de un enfrentamiento sin transacciones con el mal de vivir. Por eso mismo, en estos tiempos oscuros de mónadas sin ventanas y sin puertas, su poesía encuentra lectores fraternos.

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