Antonio Cilloniz de la Guerra

Crónica de una muerte anunciada

Para algunos, Miguel Ángel Asturias entre ellos, la narrativa hispanoamericana se remonta a los cronistas de Indias, como poco. Así, el Inca Garcilaso o Bernal Díaz del Castillo. Pero hay que entender la novela en un sentido muy amplio para poder aceptar afirmaciones como ésas. Más numerosos son los testimonios de quienes defienden la total ausencia del género durante la Colonia, debido a la prohibición de que circulen obras narrativas por América, como señala Henríquez-Ureña –aunque sea lógico suponer que tal medida no surtiera efecto y las novelas llegasen a divulgarse en América–, o al hecho de que la propia naturaleza y la gesta hispanoamericana superaban la invención haciéndola innecesaria, como sugiere Luis Alberto Sánchez. Así pues, la novela hispanoamericana inicia su andadura en el XIX y alcanza su madurez en el XX. En ella, predomina lo ambiental, con influencias de la. novela francesa realista y de la tradición española –el Quijote, la picaresca, el realismo decimonónico y la Generación del 98. Los temas en los que se centra son fundamentalmente el esfuerzo por dominar la naturaleza, el caciquismo rural o la explotación feudal a la que son sometidos los campesinos, como consecuencia de la colonia y de la intervención neocolonial o imperialista extranjera.
Lo que en el viejo continente es sucesión, en el nuevo mundo se convierte en síntesis. Así, durante la segunda mitad del XIX, en América las características del romanticismo y costumbrismo se entremezclan con las del realismo o naturalismo, del mismo modo que durante la primera mitad del XX persiste el realismo, fiel a las normas decimonónicas narrativas, aunque incorpora técnicas vanguardistas como el monólogo interior, la alternancia de planos temporales o la profundización subjetiva dentro de un riguroso objetivismo.
Dos son las corrientes de la narrativa hispanoamericana, en general, durante el siglo XX. Una, realista, de objetiva denuncia, y otra, intelectual y subjetiva, más próxima a las tendencias europeas.
Dentro de la primera corriente podemos distinguir varios cauces por los que discurre la narrativa realista desde lo telúrico hasta lo político. «La novela de la Revolución mexicana» constituye el primer tipo de narrativa hispanoamericana contemporánea. Toda una serie de novelas y de generaciones de novelistas en torno a la Revolución de 1910 contra Porfirio Díaz, de la que sobresale Los de abajo (1915) de Mariano Azuela. Escenas costumbristas aisladas, en las que el paisaje alcanza grandes dimensiones épicas, unidas por el tema o algunos personajes. Otras obras son El águila y la serpiente (1928) de Martín Luis Guzmán, El indio (1935) de Gregorio López y Fuentes o Mi caballo, mi perro, mi rifle (1936) de José Rubén Romero.
«La novela de la tierra» es el segundo tipo, en el que los protagonistas luchan contra la naturaleza en un enfrentamiento entre civilización y barbarie. Son novelas de raíz decimonónica, aunque con renovaciones modernistas. La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, como la novela de la selva, que finalmente devora a los personajes, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes, como la novela de la pampa, o Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, como la novela del llano, son los más famosos y repetidos ejemplos de este apartado.
«La novela indigenista», que trata la problemática del indio en su lucha racial contra el explotador criollo, es el tercer tipo de novela hispanoamericana. Lo telúrico ha dado paso a lo social, dentro de planteamientos raciales o culturales más que ideológicos o de clase. Son buena muestra de ello, Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas, Ecué-Yamba-O (1933) de Alejo Carpentier, Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, La serpiente de oro (1935) o El mundo es ancho y ajeno (1941) de Ciro Alegría.
«La novela urbana», con los problemas de las ciudades sacudidas por violentas crisis, irrumpe con Tierra de nadie (1941) de Juan Carlos Onetti.
Por último, «la novela política», en la que lo social gana terreno, es el quinto tipo de novela realista, representado por Señor Presidente (1946) de Miguel Ángel Asturias.
De todos modos esta clasificación tradicional no responde a criterios técnico-formales, sino que obedece a una clasificación temática; pero en cuyos propios núcleos cabe distinguir tendencias diferentes, como es el caso dentro de la novela indigenista de la visión idealista del indio y su expresión paternalista en Enrique López Albújar, por ejemplo, o una visión desde el indio, más auténtica, como en José María Arguedas.
Dentro de la segunda corriente –intelectual y subjetiva–, podemos mencionar «la novela modernista» con La gloria de don Ramiro (1908) de Enrique Larreta, «la novela psicológica» con El hermano asno (1922) de Eduardo Barrios, «la novela vanguardista» con La amortajada (1938) de María Luisa Bombal o Adam Buenosaires (1948) de Leopoldo Marechal y «la novela existencialista» con Todo verdor perecerá (1941) de Eduardo Mallea o El túnel (1948) de Ernesto Sábato.
El comienzo de la nueva novela latinoamericana se ha cifrado en distintas obras, según las características en las que se ha basado su novedad. Así, para algunos (Ricardo Latcham o Fernando Alegría) este hecho se produce hacia 1930, incluso unos años antes, tomando como argumento la temática autóctona y ciertos procedimientos de corte modernista. Para otros (Rodríguez Monegal) surgirá a partir de 1941 con Tierra de nadie de Onetti, en la que –como hemos dicho antes– incorpora la problemática urbana o en 1948 con El túnel de Sábato, con un realismo de la conciencia limitada del narrador a través de una temporalidad personal y subjetiva. Sin embargo, para José Antonio Portuondo y Angel Flores –tesis que ha tenido un enorme éxito–, la nueva novela hace acto de presencia con el «realismo mágico» o «lo real maravilloso» en palabras de Carpentier, donde la fantasía y la realidad, el mito y la historia se funden. Y este nuevo enfoque lo encontramos en El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier. De todos modos, las fórmulas de un realismo telúrico, costumbrista y provinciano evolucionaron anteriormente gracias a la labor de una serie de autores como Roberto Arlt, María Luisa Bombal, José Revuelta, Macedonio Fernández, Eduardo Mallea o Juan Carlos Onetti.
Abierta la veta de «lo real maravilloso», no podemos concluir sin mencionar dos obras, máxima expresión del realismo mágico en las letras latinoamericanas: Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y Grande Sertao: Veredas (1956) de Joao Guimaraes Rosa. Lo demás ya entra en la esfera de la obra del propio García Márquez.
Por lo que se refiere a las generaciones –cuestión muy debatida, porque todo intento de agrupar autores, aparte de subjetivo, falsea la realidad, que es un continuo en el que coexisten interinfluencias entre autores de las más diversas edades–, por razones de comodidad, a pesar de lo dicho, podemos distinguir en primer lugar la de aquellos escritores nacidos entre la última década del XIX y la primera del XX, que alcanzan la madurez a mediados de este siglo y que cuenta con nombres como Miguel Ángel Asturias (1899), Jorge Luis Borges (1899) o Alejo Carpentier (1904); luego vendría la de los nacidos entre los años finales de la primera década y la segunda década del XX; así, Juan Carlos Onetti (1909), José Lezama Lima (1912), Julio Cortázar (1914) o Juan Rulfo (1919); por último, los nacidos entre los años veinte y treinta, caso de Gabriel García Márquez (1928) o Carlos Fuentes (1929).

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