Antonio Cillóniz, Lima, 1944
Desde los comienzos en su Perú natal formando parte de un grupo de poetas independientes, ajeno a los grupos Hora Zero (1970-73) y Estación Reunida, con Manuel Morales, Abelardo Sánchez León, José Watanabe y Patrick Rosas, Antonio Cillóniz ha desarrollado también un intenso camino poético, que en un tiempo le hizo recalar en una lírica de ahondamiento antropológico en compañía de Cisneros, Lauer, Ortega y Danilo Sánchez Lión. Trasterrado desde 1961 en España, Cillóniz se replanteará a partir de 1965 su papel de poeta, y en 1967 con Verso vulgar inicia una nueva andadura de fuerte impronta existencial y social, aunque siempre desde una plataforma simbólico-filosófica que hunde sus raíces en el "que" más que en el "como", intencionalmente despojado de complementos superfluos. Desde 1967 la poesía de Cillóniz va configurando una lenta y efectiva labor de desmitificación, pero no en el sentido de Eielson o Romualdo que luchan con la palabra y la frase hasta pretender abolirla, sino desmitificando tópicos y contenidos desde la historia, los propios mitos y la dimensión irónica del lenguaje, con sutiles desdoblamientos semánticos.
Desde Verso vulgar con su forma combativa y a veces grandilocuente de enfrentarse a la realidad social, hasta Panteón y su ruptura de tono y a la vez recuperación mítica, el círculo de libros de Antonio Cillóniz se cierra entre lo uno y lo diverso, pasando por varios estadios a Después de caminar cierto tiempo hacia el Este, una vuelta solemne y personal a los ancestros, le sigue la desmitificación de Fardo funerario, libro experimentalista y plural, que da paso a la entrada del poeta en el vientre simbólico y culturalista de Una noche en el Caballo de Troya, 1987, Contra la condena de las flores, obra teñida de ironía y de parodia de fondo, se continúa con Nunca hallarán mis labios y su toma de conciencia frente a las ideas y las palabras, frente al pasado, para culminar finalmente en Simetrías, el poemario que nos ocupa, y que representa una síntesis existencial y creativa de las obsesiones más constantes del autor.
Simetrías (1986)
Antonio Cillóniz es un poeta isla que ha ido trazando sus versos al compás de dos ritmos: El social y el individual. Y Simetrías es quizá el mejor exponente de esta dualidad de ritmos, de la vida personal y de la comunitaria en paralela sintonía. El equilibrio y la relación no tienen que ver con la arquitectura externa del libro, con sus partes formales: "Yerto", "Así", ni tampoco con el cielo y la tierra de Romualdo, sino con una dialéctica constante entre el yo del autor y el nosotros/ vosotros/ ustedes de la existencia. La simetría, el contraste paralelístico reside ahí. La temática, variada, tocando un aspecto de la realidad en cada uno de los poemas, se vuelve unitaria al juntarlos todos para resumirse en una totalidad: La vida, hecha de referentes que empujan al poeta a redefinirla constantemente, a redefinirse: El amor-recuerdo, afectivamente asumido, el deseo, delicadamente distanciado, la soledad, la casa, las clases, los objetos cotidianos, la reflexión metapoética, los acontecimientos políticos se vuelven acicates para el poema, síntomas que cuajarán en pensamientos en los que la ironía va a filtrarse sutilmente en la cotidianeidad para no devenir patetismo o revival melancólico: "Pacientemente/ abrí surcos/ anchos y largos/ entre los páramos del pensamiento./ Desesperadamente/ perforé pozos/ hondos/ sobre la tierra del silencio./ Deben leerme con una linterna/ porque siempre he tenido que escribir todos los versos/ a oscuras". (En La constancia del tiempo, Poesía 1965-1992, p. 243).
Al hablar de los poetas peruanos se suele apelar a Vallejo y a sus maravillosos dislocamientos expresivos, de la palabra y la frase, deslumbrantes en su nueva dimensión semántica y en su ritmo, que se mantiene ajeno a la pirotecnia verbal o de artificios, a las rutilantes imágenes de utilería rubendariniana y barroca, magníficas, por otra parte, en muchos poetas de América. Pero Vallejo es también modélico en haber sabido asumir tradición y "vividura", que no simples vivencias. Y es en este aspecto donde Cillóniz entra en esta constante vallejiana que le permite interiorizar lo social sin perder su dimensión humana, de hombre común que ríe y llora, está reflexivo o intrascendente, aunque le acompañen más los cactus de amargura que las guirnaldas de placer: "Abro la ventana./ No porque entre el fresco/ sino para que el frío salga./ Entonces apago la luz de la mesilla/ y me quedo a oscuras/ para ver mejor las cosas/ que pasan fuera./ Ocurre que se suceden noches/ tan a bulto de sus sombras/ que no necesito ponerme los anteojos para verme/ contra la cabecera de la cama/ contemplando la silueta de un búho familiar en la luna/ del ropero" (p. 242).
Los poemas, breves, fuertemente condensados, tienden en ocasiones al aforismo, a la frase asumida y decantada, sin posible doblez, aunque se les pueda dar la vuelta. Recuerdan a los escritores clásicos, a Séneca y a Quevedo. Y es que en el mundo de las creencias, en aquello que uno ha asumido como verdad huelgan los matices. Se acepta o se rechaza como se acepta o se rechaza el devenir de los días, en una selección dolorosa y a la vez libre. Este poeta canta desde su libertad asumida; y las voces anteriores, las suyas y las ajenas son sólo apoyaturas orgánicas para afianzarse más aún en su propio discurso. La vida para él es así: Ser. En ella el deber ser se vuelve una anhelada utopía, una estrella lejana, un marco para la belleza, que la nutre y le condiciona como meta; pero de la que prudentemente se aleja para seguir teniendo sus pies en la tierra, y hasta se permite parodiarla sin demasiada acritud, con una deferente y sutil ironía: "Atando cabos sueltos y golfos/ generales/ ¿hago historia o geografía?" (p. 249). "He comprobado que la izquierda tiene su propia izquierda./ He constatado que igualmente el centro tiene su centro/ y se compone de lados derechos e izquierdos./ Y cada parte/ resulta ser izquierda y derecha al mismo tiempo" (p. 273).
Otro poeta, León Felipe, quería convertirse en un "hondero divino" y lanzar su piedra, su guijo davídico, hasta la misma frente de Dios para buscar en ella "la luz o la nada". Cillóniz vive en El guijo, rodeado de piedras y carrascas; y es en esta dinámica un poeta telúrico, de la piedra, de los guijos, que en "Pórtico" se convierten en una salmodia hasta disolverse, no para golpear a nadie, sino para volverse "arena muerta", inerte ya. Es posible que en el mensaje final del libro haya un brote de desesperanza. Yo quisiera interpretarlo de otro modo, como arena sí, pero en disposición para recomenzarse, la arena recién renacida con la que se amasa el barro y se hacen cosas, materia de poca entidad, pero fundamental, como esos síntomas que van a desazonarnos hasta provocar pequeñas aproximaciones al quehacer de los días como hace el poeta y que unidas conforman un edificio completo. Arena que se revitaliza constantemente por la palabra, porque la obra continúa en Como espadas de Damocles, Panteón y otras que están en el telar y porque no en vano se escribe: "Compongo un poema/ en honor del huracán devastador./ Y a la suave brisa/ le dedico mis versos./ Yo canto al alud y a la lluvia /saludo./ Con la misma emoción/ recojo una lágrima o un suspiro. Igualmente/ brindo por la saliva,/ por los alaridos del cuerpo/ y los silencios del alma escribo. /A la vida entera/ yo exalto". (P. 261).
Simetrías es un libro lleno de trampas y de apelaciones al lector que conoce otras obras anteriores del poeta y se va dejando llevar por el ritmo coloquial del discurso, por otra parte muy decantado en sus recursos expresivos. Las vueltas atrás van completando la trama sobre lo mismo dicho anteriormente de otro modo, y son ellas las que acaban por llenar los vacíos. Entonces las ideas del poeta se adueñan de uno, que termina asumiéndolas como si fueran propias.